La muerte de Mark Rothko
25 febrero 1970. Hace frío en Nueva York en esa época del año. Mucho frío. Un joven llamado Oliver Steindecker anda a paso rápido por la calle. Llega tarde a su trabajo y su jefe es un tipo con no muy buen carácter. Desconoce que ese día cambiará su vida y la del arte.
Por fin llega al edificio. Es el 153 E de la 69 st. Unas antiguas cocheras en el Upper East Side construidas en 1880. Su lugar de trabajo se halla en el interior del edificio, junto a lo que había sido un pequeño picadero de caballos.
Ahí trabaja y vive el que es su jefe desde que se divorció de su esposa, Mary Alice "Mell" Beistle, el primer dia del año 1969. Una forma curiosa de empezar un nuevo año. Desde que en 1968 sufrió un aneurisma aórtico su caracter se ha vuelto mâs huraño y depresivo. La bebida, las drogas y los barbitúricos son habituales compañeros de viaje del jefe.
Al abrir la puerta del estudio-vivienda no escucha ningún ruido. Las voces que esperaba escuchar por su retraso no llegan. Un montón de cuadros de grandes tamaños se alinean en las paredes. Ni rastro de Mark Rothko.
Oliver Steindecker, su asistente, mira el último cuadro que el artista ha pintado. Sólo ha concluido tres obras en lo que lleva de año. Y la última contrasta con esas que había estado realizando hasta hacía muy poco. La última pintura se aleja de los colores grises y negros de sus trabajos de los últimos tiempos. O de los negros y granas de los que le encargaron para el Seagrams o los negros de la capilla.
Este último cuadro es distinto. Y el contraste entre el resto de obras que lo envuelven es brutal. Oliver se dirige a la cocina y abre la puerta.
Ahí, en el suelo, vestido con ropa interior térmica y unos gruesos calcetines negros se halla el cuerpo de Mark Rothko en un charco de sangre coagulada que los investigadores mediran de 240 x 180 cm. Un tamaño parecido al de muchas de sus pinturas.
Unas botellas de alcohol, un par de frascos de barbitúricos y una hoja de afeitar, envuelta en un pañuelo, que ha utilizado para seccionarse las venas del brazo son las señales del suicidio. Ni una nota. Nada más.
Oliver vuelve a salir de la cocina y su mirada se dirige directamente a la última pintura de Rothko. Quizás es la nota de suicidio más grande que ha existido nunca. Exactamente 152.4 x 145.1 cm. La imagen que acaba de contemplar en la cocina se le repite en la pintura.
Pocas horas antes se habían acabado de instalar en la Tate de Londres las pinturas de la Seagrams. Estaba todo listo para inaugurar la sala.
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